Opinión: JESÚS EL MÁS GRANDE LÍDER DE LA HISTORIA
OPINIONES, PORTADA 13:40
Autor: Leonel Fernández
@LeonelFernandez
Hace más de dos mil años que habitó entre nosotros. Su
vida pública fue sumamente breve. Se extendió únicamente por un período de tres
años. Tenía un equipo de colaboradores de escasamente doce personas. A la hora
de su muerte, sus partidarios no excedían de varios centenares. No dejó nada
escrito.
Sin embargo, con más de mil millones de seguidores en la
actualidad, en todas las regiones del planeta, de todas las razas y lenguas,
es, sin duda alguna, el más grande líder de la historia. El más trascendente de
todos los tiempos.
Se llamaba Jesús. Había nacido en un pesebre, en la
ciudad de Belén, entonces bajo dominio del Imperio romano. Su padre era un
carpintero, de nombre José, y su madre, María, quien, de acuerdo con las
sagradas escrituras, había concebido a su hijo por obra y gracia del Espíritu
Santo, dándole de esa manera, carácter divino.
Desde su nacimiento, Jesús generó inquietudes y temores.
El Rey Herodes, el Grande, se vio particularmente conmovido cuando unos magos,
llegados desde el Oriente, le declararon haber venido siguiendo una estrella
con la finalidad de adorar al Rey de los Judíos, que acababa de nacer.
Ante esa noticia Herodes trató de engañar a los magos
para que le revelaran el lugar exacto del nacimiento de Jesús, pero cuando no
le fue posible, se enojó y mandó a matar a todos los niños menores de dos años
que había en Belén y en todos sus alrededores.
Esa medida, tan atroz y cruel, de querer eliminar a un
niño que todavía no podía representar una amenaza real al poder establecido era
una prueba inequívoca, sin embargo, de la preocupación que tenían las
autoridades romanas ante cualquiera que pudiera representar un desafío al orden
de dominación colonial que sostenían en esa época sobre los actuales
territorios de Israel, Palestina, Jordania, Siria y el Líbano.
Jesús logró evadir el exterminio debido a que sus padres
fueron advertidos por un ángel que les indicó que huyeran a Egipto, donde se
establecieron hasta la muerte de Herodes. Luego, retornaron a Israel,
estableciéndose en Nazaret, una ciudad pobre, ubicada en la región de Galilea.
LIDERAZGO DE JESÚS
Antes del nacimiento de Jesús, hacía siglos que el pueblo
de Israel esperaba la llegada de un Mesías, esto es, de un salvador, un gran
profeta o un gran rey. Eso aparece consignado en varios textos del Antiguo
Testamento, especialmente en las profecías de Isaías, Jeremías, Zacarías,
Miqueas, Oseas y los Salmos.
El que ese Mesías, tan largamente esperado fuera Jesús,
quedó establecido, entre otros actos, en el del bautismo, realizado por Juan el
Bautista. En esa ocasión, recibió una señal divina que según se narra en el evangelio
de San Lucas consistió en que “el Espíritu Santo descendió sobre él en forma
paloma, y vino una voz del cielo que decía : Tu eres mi hijo amado; en ti tengo
complacencia”.
Por supuesto, eso no fue admitido por todo el mundo; y
esto así, debido a que el Mesías que se estaba esperando no era precisamente el
hijo humilde de un carpintero que montaba sobre el lomo de un asno. Se
consideraba que el Mesías esperado debía tener el linaje y la estirpe de un
rey, que de acuerdo con el criterio de esos sectores, no era el caso de Jesús.
Luego de su bautismo, Jesús fue llevado por Dios, su
padre, al desierto, donde ayunó por cuarenta días, y al culminar ese período de
consagración fue tentado por el diablo, al cual rechazó.
A partir de ese episodio, a la edad de treinta años,
empezó a organizar un grupo de discípulos, a predicar por distintos pueblos, y
fue entonces cuando verdaderamente emprendió su causa en favor de la salvación
de la humanidad, ofreciendo el perdón de los pecados, la vida eterna y el reino
de los cielos.
El liderazgo de Jesús empezó a desarrollarse a partir de
sus mensajes simples y sencillos, transmitidos en forma de parábolas, y en los
múltiples milagros que realizaba para sanar a los enfermos, expulsar los
espíritus impuros, realizar resurrecciones, multiplicar los alimentos y
ejecutar prodigios de la naturaleza, como caminar sobre las aguas y ordenar
calma a las tempestades.
Su doctrina revolucionaria de solidaridad en favor de los
pobres y oprimidos, quedó elocuentemente plasmada en el Sermón de las Montañas,
en el que, entre otras cosas, abogó en beneficio de los que tienen hambre y sed
de justicia, de los que sufren dolor, de los vituperados y calumniados, y de
los que son perseguidos de manera injusta.
Las acciones y mensajes del Cristo suscitaban el interés
de multitudes que se agolpaban por doquier para recibirle. No obstante, esa
popularidad e influencia comenzó a generar recelos y suspicacias en los líderes
de las sectas religiosas de los fariseos y saduceos, al igual que en las
autoridades políticas romanas.
Ante eso, lo primero que hicieron fue tratar de
desacreditarlo moralmente a través de calumnias, como las de que Jesús era “un
hombre comilón, y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores”.
Naturalmente, todo eso no era más que una gran falacia.
Pero la idea de que Jesús era amigo de los publicanos procuraba trasladarle el
desprecio que el pueblo judío sentía por éstos, ya que en su calidad de
cobradores de impuestos abusaban de sus funciones, actuaban de manera arbitraria
y extorsionaban y chantajeaban.
DE LAS CALUMNIAS A LA CRUCIFIXIÓN
Con el tiempo, Jesús volvió a Nazaret, donde no fue bien
recibido por quienes ya se le oponían, generando aquello de que nadie es
profeta en su propia tierra. Se trasladó a Capernaum, en la costa Noroeste del
mar de Galilea, que convirtió en su centro de operaciones.
Desde allí continuó avanzando en su proyecto,
desarrollando su ministerio, venciendo las calumnias y trabajando en favor de
los más necesitados, mientras las autoridades religiosas y políticas de la
época incrementaban sus planes para destrozarle.
Las razones que motivaban esa animadversión estaban
relacionadas con el hecho de que ellos consideraban que Jesús era una amenaza
para sus intereses, los cuales estaban estrechamente vinculados al poder de los
romanos y a la preservación a toda costa del orden social injusto
prevaleciente.
Luego de su entrada triunfal en Jerusalén, en la que
Jesús es recibido con ramos de oliva y proclamado como Mesías, la situación de
conflicto se agravó y condujo a las distintas autoridades religiosas a reunir
el Sanedrín, el consejo de ancianos, con la finalidad de arrestarle y
entregarle a los romanos para que lo ejecutaran.
Lo que continúa es altamente conocido por el mundo
cristiano. Jesús comparte con sus discípulos lo que se conoce como la Última
Cena, en la que advierte que uno de ellos, Judas Iscariote, le traicionará.
Así sucedió; y Jesús fue apresado en el jardín de
Getsemaní, acompañado por varios de sus discípulos, que se durmieron, a pesar
de que su encomienda era la de mantenerse vigilantes. Al venir la turba que
agredió y detuvo al Maestro, salieron huyendo, abandonándolo.
Sólo Pedro se ocultó y le siguió. Pero tal como lo había
vaticinado el propio Jesús, le negó en tres ocasiones, antes de que cantara el
gallo. Los líderes religiosos, bajo la dirección de Caifás, no encontraron
ninguna falta atribuible a Jesús. Aún así, lo remitieron ante la autoridad
judicial, presidida por Poncio Pilato, para ser juzgado y condenado.
Pilato encontró que Jesús era inocente. Que no lo podía
condenar. Sin embargo, no lo descargó. Tampoco ejerció su facultad de liberar
un preso, en este caso, a Jesús, como correspondía, sino que atemorizado por
una multitud que protestaba, de manera irresponsable delegó en ésta su
decisión.
Aconteció lo insólito. La multitud, que tan sólo días
antes lo aclamaba y vanagloriaba, ahora, actuando bajo el influjo y la
manipulación de los sumos sacerdotes, cambia radicalmente de actitud, y
prefiere liberar a Barrabás, un delincuente de baja ralea, en lugar del Hijo de
Dios.
Poncio Pilato se lavó las manos. Pero con su actitud
cómplice permitió que Jesús, luego de innumerables suplicios y maltratos, con
una corona de espinas en la frente, fuese conducido al Gólgota, donde murió en
la cruz.
Ante la burla de los incrédulos, el sarcasmo de los
soldados y el corazón desgarrado de su madre, María, le clavaron una lanza que
traspasó su costado, brotando sangre y agua. A la cruz se le incrustó una placa
que en hebreo, griego y latín, decía: “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos”.
Al tercer día resucitó de entre los muertos, y hoy mora,
para siempre, entre los vivos.